LA CADENA

27.10.2017

  Uno tras otro se van sucediendo los eslabones oxidados de la cadena, como uno tras otro se suceden los días, las interminables cuentas del rosario, los álamos de antaño en la carretera o los golpes de martillo en la fragua en cuyo fuego fueron forjados. Hoy se levantan y se mantienen erguidos y en equilibrio por las fuerzas y leyes naturales que ejercen su imposición. Los pequeños eslabones, en otro tiempo articulados, ahora permanecen fijos e inmóviles, inertes, sólo... para ser contemplados. Se les ha concedido una segunda oportunidad para mover los engranajes de las emociones que, a su vez, moverán la imaginación. La imaginación moverá el deseo, y el deseo accionará la palanca que ponga en marcha la acción. 


  Sin forma definida, estamos ante una escultura abstracta, cuya funcionalidad es la conquista del espacio a base de la conjugación de sus elementos, los eslabones concatenados, que van a mostrar su propio valor, ya que la masa ha sido sustituida por el vacío y por la transparencia. En este caso, y siguiendo las premisas de la escultura moderna, se ha prescindido de todo aquello que definía desde siglos la esencia de la escultura clásica, es decir: del cuerpo humano como tema, de la naturaleza como inspiración, del realismo como estilo, del mármol y el bronce como materiales y, como técnicas, de la talla y el modelado. Sólo aparece el esqueleto, cuyas formas retorcidas dotan de una gran fuerza expresiva a la pieza, y la textura oxidada de sus componentes le aporta una gran presencia física, consiguiendo, con todo ello, un diálogo y una conexión emotiva y simbólica con el lugar en el que sea ubicada.

  Muchas han sido las interpretaciones que se le han dado a esta pieza al ser contemplada: unos la ven como el esqueleto de un ave erguida sobre una de sus patas, emulando a los rosados flamencos; otros, como el de un animal prehistórico oteando el horizonte en búsqueda de nuevas posibilidades; otros, más viscerales, la identifican como parte del intestino que absorbe todas nuestras contradicciones; otros, con seres provenientes de lejanos planetas, cuyas manos estarían unidas ofreciendo el tesoro de lo desconocido; y otros, con el delicado equino marino que suave y sutilmente cabalga por nuestros mares. Sin embargo, a mí, se me hace más sugerente la idea de identificarlo con la imagen que el veloz y seguro látigo del abnegado agricultor describe en su andadura por el aire, guiando al grupo de caballos o mulos, durante los pesados y calurosos días de la trilla en los que la parva era lanzada al aire para separar el trigo de la dorada paja, mientras el grito de bronce del arriero remueve a las bestias que siguen trillando sin aliento...  


  Existen multitud de tipos de cadenas (químicas, biológicas, mecánicas, de joyería, de radio, humanas etc.), pero en cuanto a su simbología, lleva asociado básicamente un doble significado, generalmente contradictorio. Así, para unos, su uso o imposición aparece ligado a la gratitud o a un reconocimiento ante un hecho valeroso o de poder. También se ha usado para señalar uniones indisolubles entre dos o más elementos, destacando así la fuerza de un conjunto gracias a sus eslabones, como por ejemplo en el caso de la relación entre cielo y tierra, representada en el mundo clásico por una cadena de oro, o la establecida en las oraciones cristianas, donde la cadena ha sido comparada con la relación de Dios y sus feligreses. Una unión voluntaria como la del matrimonio, se representa también ocasionalmente a través de cadenas; y en el caso de ciertos rituales masónicos, la cadena de unión (cuya representación es una cadena que rodea todo el templo en su parte superior), alude inconscientemente a un mensaje de fraternidad universal, donde cada individuo es un eslabón igual y, al mismo tiempo, diferente en sí mismo. En esa ceremonia, todos forman parte de la cadena, la idea individual desaparece como tal para formar un sólo cuerpo, logrando así la armonización entre los participantes, asumiendo así la necesidad de una adaptación a la vida colectiva y a la integración del grupo.

   Para otros, sin embargo, la cadena lo que inspira es algo más forzado, vinculado a la falta de libertad y a las relaciones de esclavitud o servidumbre. La esclavitud es un estado antinatural del hombre, su estado natural es el de la libertad, la expansión y la creatividad. La humanidad está lejos aún de vivir una vida de total libertad, ya que rara es la persona en la que no aparecen hábitos, pensamientos, creencias o comportamientos (en muchas ocasiones impuestos del exterior, pero como una adhesión espontánea) buscando la aceptación de su grupo social. A través de una adaptación a la vida colectiva y a la integración al grupo se suprime con ello buena parte de la espontaneidad y la independencia del ser que, sin duda, lleva a la esclavitud del espíritu. La cadena, también se puede entender como un símil que se emplea a la hora de hablar de la sucesión de hechos que componen nuestra existencia y que se unen unos con otros a modo de eslabones, como una sucesión de causas y consecuencias.                                                  

   LA COSECHADORA TRABAJABA EN ESOS DÍAS... 

   La cosechadora trabajaba en esos días sin descanso. Sólo con las primeras luces del día el trabajo se hacía llevadero, porque durante el resto de mañana el sofocante calor hacía de la cabina un verdadero infierno, al alcanzar temperaturas altamente insoportables. Hacía años que las máquinas habían aliviado las agotadoras, interminables y bulliciosas jornadas de la siega. Las grandes cuadrillas de hombres y mujeres se dejaban caer, con sus sombreros de paja ellos y con sus pañuelos anudados en la nuca ellas, sobre los altos trigales, rebosantes las espigas de granos, esperando ser cortadas para convertirse en blanca harina tras su molienda. Los más jóvenes dormían casi toda la temporada acunados entre los montones de paja, cubiertos, de vez en cuando, además de por un manto de estrellas, por la carne tibia y rosada de un amor de veinte años que, cuando sentían el contradictorio frío de la pasión, se encontraban sin buscarse, se citaban sin palabras y se oían sin llamarse. El amanecer se vislumbraba en el horizonte. El tono ocre y marrón de la tierra contrastaba con la luz dorada, donde los contornos de las figuras, puestas en marcha para una nueva jornada, se adivinaban ligeramente difuminados, como si una ligera neblina lo envolviera todo. Era una época en la que casi toda la familia se trasladaba a los cortijos. Para nosotros, los niños, cuando los adultos se marchaban, todo era una aventura, todo estaba por explorar: las cuadras de los animales vacías, con sus pesebres desnudos que había que rellenar; el pajar casi desierto que ante los ojos infantiles aparecía como un inmenso estadio de fútbol donde las palomas que lo atravesaban libremente protegiéndose así del calor que a media mañana empezaba a notarse, nos animaban desde las altas vigas con sus gorjeos. En el patio del cortijo, una enorme higuera nos acogía en sus gruesas ramas, bajo las cuales se improvisaban columpios o mecedoras de cunas para los más pequeños. Pero sin duda, en mis años de infancia, el mejor escondite era el trigal. Cubiertos totalmente por las espigas, reptábamos como si fuéramos culebras y nos quedábamos inmóviles, adoptando las formas más inverosímiles que hubiéramos podido imaginar. Para mí, la forma más cómoda era echado sobre un lado, las rodillas dobladas, las manos unidas a nivel de la boca y la cabeza ligeramente echada hacia atrás, oliendo la tierra seca y ensimismado con el vaivén del mar de cañas espigales ...Y allí inmóvil, pensaba que, al llegar la noche las luciérnagas se posarían sobre mi cuerpo y éste brillaría en la oscuridad dibujando mi silueta, igual que si fuera un flamenco descansando sobre una pata al pie de un lago dorado.